domingo, 21 de diciembre de 2014

¿Y yo qué pinto aquí?


Hace unos días estuve visitando una exposición de pintura. Se trataba de una selección de paisajes pertenecientes a los fondos de una colección de una entidad bancaria. Algunas obras databan del siglo XVII y XVIII, pero la gran mayoría habían sido realizadas en el XX, e incluso en el XXI.

Desde mi punto de vista, la mayoría de los cuadros eran mediocres, por no decir algo más desagradable. Creo que nunca había contemplado tanta ramplonería pretendidamente artística reunida en un mismo lugar. Lo cual me hizo reflexionar acerca de un tema que me ha venido ocupando la mente desde hace muchos años: ¿cuál es la esencia del arte? ¿Qué marca la diferencia entre lo que es arte y lo que no lo es? ¿Es posible desarrollar un criterio válido para determinar el verdadero valor de una obra de arte?

Pero antes de eso surge una pregunta mucho más importante, y me centraré solo en la pintura, por simplificar. ¿Por qué pintar? ¿Qué sentido tiene? Si pudiéramos preguntar a cada autor la razón última que le ha llevado a pintar un cuadro, ¿qué nos contestarían?

De hecho, muchos artistas han dejado testimonio de sus propias motivaciones, desde tiempos muy lejanos hasta nuestros días. Si los revisamos, encontraremos que al igual que cada persona es un mundo, cada artista concibe su obra de manera diferente. Saber lo que ellos mismos pensaban de su trabajo puede ser muy esclarecedor, y puede ayudar a entender mejor sus obras. Pero, al final, ha de producirse el encuentro entre el cuadro y el espectador. Y a ese encuentro no se puede acudir con el folleto en la mano. No debería haber intermediarios: es algo entre la obra y tú.

Mientras recorría la exposición, no paraba de interrogar a los autores: ¿para qué pintaste este cuadro? ¿Qué pretendías? ¿Es un ejercicio estilístico, una prueba de pericia técnica, una forma de pasar agradablemente una mañana de otoño? ¿Buscabas trascender la materia, acceder a lo intangible que se oculta tras lo evidente, revelarnos lo que no somos capaces de ver, abrirnos los ojos a facetas ocultas de lo real? ¿Es parte de tu oficio, tu medio de vida, una faena de aliño? Naturalmente, no hay una respuesta única, y en algunos casos ninguna sería aplicable. Y en cualquier caso, eso no resolvería el misterio. Estamos buscando la esencia, lo que convierte una pintura en una obra de arte.

En mi opinión, hay dos factores que confluyen de manera determinante. El más evidente es la técnica. Aunque pueda parecer más sencillo de evaluar, no es del todo cierto. Lo era antes de las vanguardias de principios del siglo XX, cuando toda la pintura era figurativa y estaba sometida a "las reglas de la Academia". Si pintabas un caballo y parecía un burro, o si las columnas del templo estaban torcidas, o si los colores se empastaban formando un marrón grisáceo, el cuadro era malo. Sin más. Cuando contemplas un Velázquez no tienes ninguna duda: ese es Felipe IV y eso un caballo, y eso un huevo frito. Pero con el advenimiento de las vanguardias y la ruptura con la figuración académica, comienzan los verdaderos problemas. De hecho, los que hoy nos parecen maestros del impresionismo o el expresionismo, los fauves, Der Blaue Reiter, los cubistas o los futuristas, en su tiempo fueron tachados de farsantes y locos. Pero lo cierto es que un ojo un poco entrenado puede diferenciar sin lugar a dudas un Van Gogh de un espatulero contemporáneo. 

Sin embargo, creo que hay que ir más allá. La técnica es una pista que nos puede ayudar a desenmascarar al impostor, pero no basta. Tiene que haber algo más. Es ahora cuando hay que situarse al otro lado, al del espectador, y plantearse la pregunta: ¿qué busco yo? ¿Qué espero encontrar cuando me enfrento a un cuadro? Cuántas veces habré escuchado, mientras recorría una exposición, comentarios del tipo "eso lo hace mi hijo de cinco años", o "qué maravilla, parece una fotografía". Partiendo de la base de que toda opinión, en lo que al arte se refiere, me parece respetable, confieso que en la mayoría de los casos esos comentarios retratan más al comentarista que al pintor. 

Y me atrevo a aventurar una hipótesis. La pintura es arte cuando se establece un diálogo entre la obra y el que la contempla. Para ello, es necesario que el artista haya impregnado con su espíritu el cuadro, haya dejado el rastro de su alma, una huella que podamos percibir; el cuadro nos devuelve la mirada, responde a nuestra llamada y nos muestra sus secretos ocultos. Pero eso solo ocurrirá si hay algo en la obra capaz de reverberar en nuestro interior. El arte se despliega como una vía de comunicación entre el artista y el espectador, y a semejanza de cualquier relación humana, no nos entendemos igual con todas las personas. Algunas nos producen rechazo, otras indiferencia, y en cambio con otras somos capaces de establecer un vínculo, un nivel de entendimiento que va más allá de las palabras. Si se produce la conexión, se obra el milagro.

Decía Edvard Munch: "No concibo un arte que no esté impelido por la necesidad humana de franquear el corazón". 

Esa es, para mí, la única guía. Y lo demás, óleo sobre lienzo. 



domingo, 7 de diciembre de 2014

A vida o muerte


No hay mayor paradoja, ese pájaro muerto tan hermoso, su belleza perfecta, intacta y misteriosa, su presencia inerte es el Ahora, porque la eternidad se manifiesta en su quietud silente. Yace sobre sus alas y el corazón se encoge al contemplarlo, y la mente no encuentra las respuestas: en qué instante se detuvo su vuelo, qué azar llevó su cuerpo hasta esa calle, por qué no cruza el cielo con su color dorado, qué nido ha abandonado para siempre. Está muerto, lo sé -yo también lo estaré, y no seré tan bello. Me pregunto si es justo, pero sé la respuesta. La vida se abre paso entre las sombras, y un buen día se acaba y no hay más dudas. Atraviesas la puerta y luego callas. Allí solo hay silencio. 

No piensas en la muerte -ya pensará ella en ti, no te preocupes. A veces se presenta y te saluda, pasa de largo y oyes el susurro. Y como no es tu día sigues adelante, soñando con el tiempo que te queda: todo está bien, la vida es bella, carpe diem. 

Tal vez tú no has volado con tus alas, no has contemplado el mundo desde arriba, no te ha mecido el viento, no has sido nunca libre como el ave en su rama.

Y ese pájaro muerto sobre la piedra fría esconde su secreto, y al tiempo lo revela: la muerte solo llega al que está vivo.

jueves, 7 de agosto de 2014

Historias del primer día


Y se hizo la luz... Y allí estaba yo, y lo vio Dios, y dijo: ¿Y este qué hace ahí?

- ¿Adán?- balbuceó Dios con su poderosa voz, si es que es posible eso -balbucear con voz poderosa, digo.

- Pues no, lo siento, me llamo Rafael... ¿Y usted es...?

- Dios, el Creador de todo lo que existe-, y a pesar de la solemnidad de la declaración, su expresión delataba cierta incomodidad.

- Que de momento no es mucho: los cielos, la tierra y la luz, - apostillé. - Y por cierto, si me pregunta mi nombre es porque no sabe quién soy, luego a mí no me ha creado, ¿no?

La cara de Dios era un poema. Estremecedora y sublime faz, rostro resplandeciente, inefable presencia, sí, pero su gesto de perplejidad no dejaba lugar a dudas.

- La verdad es que no esperaba encontrarte aquí. Te rogaría la máxima discreción, pero lo cierto es que Yo no te he creado. ¿De dónde demonios has salido?

- En cuanto a guardar el secreto, no tiene de qué preocuparse, ¿a quién se lo iba a contar? Y respecto a lo otro... Mire, no le voy a engañar, yo me estaba preguntando lo mismo. 

Menuda situación. Dios crea la luz, principio de la Vida y el Universo, y ese prístino e inmaculado rayo revela la presencia de un señor con gafas, barba y gesto hierático. Por lo menos tiene nombre de arcángel, pensó Dios para sus adentros, tratando inútilmente de restar importancia al hecho de que alguien se le hubiera adelantado en la gloriosa tarea de traer a la existencia algo de la nada.
Durante unos instantes que se me antojaron eternos -y tal vez lo fueron-, nos miramos fijamente sin saber qué decir. 

- Mira, Rafael, no tengo nada contra ti. Aunque no te haya creado a mi imagen y semejanza, me caes bien. Pero comprenderás que no puedo continuar con mi titánica obra y dejarte ahí, sin más. Piensa tan solo en el Génesis: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz. Y un señor que se llamaba Rafael."

- No, si sonar, suena raro. Y poco épico, la verdad, - no tuve más remedio que admitirlo.

- Si solo fuera eso... Pero piensa en lo que esto implica, imagina las consecuencias. Si no te he creado yo, ¿quién ha sido? ¿El Demonio? ¿Generación espontánea? ¿Cómo explico yo esto a la Humanidad?

- No te ofendas, pero para ser Dios tienes demasiadas dudas. ¿No eras omnisciente?

- Todos exageramos un poco en el currículum. Lo sé casi todo, pero aquí me has pillado.

La situación empezaba a resultar incómoda. La Creación a medio hacer, paralizada por mi inesperada aparición. Un Dios dubitativo, la posibilidad de una presencia ominosa agazapada en las sombras del caos, y esa criatura barbada de aspecto frágil y circunspecto, tratando de explicarse su propia existencia al margen de la intervención divina.

- Tal vez no sea el mejor momento, pero esto me hace recordar algunas cuestiones que siempre me han atormentado: ¿Qué había antes de la Creación? Si no había nada, ¿de dónde salió Dios? ¿Significa eso que Dios es la Nada? ¿Cómo puede concebir el ser humano el concepto de infinito? ¿Qué es la energía oscura?

Dios me miraba sin terminar de comprender a dónde quería ir a parar. O tal vez solo estaba esperando a que me callara para fulminarme con un rayo y acabar así con el absurdo embrollo que se le había presentado -y nunca mejor dicho- de la noche a la mañana.

- Rafael, mi Misericordia es infinita, pero mi Paciencia tiene un límite. Y el tiempo de que dispongo para terminar la Magna Opera también. Te voy a dar una oportunidad para evitar la aniquilación -insisto, no es nada personal. Elige una época de la Historia -bueno, trata de imaginarla-, y te devolveré a la existencia cuando llegue el momento. Mientras tanto, irás al Limbo y te estarás quietecito. Ya verás, es un lugar muy agradable...

Al limbo o a la no-existencia. Visto así, no tenía muchas opciones.

- Elige tú la época. A mí me faltan datos. Y entre no ser y ser, lo mismo me da cuándo, pero siendo.

- Sea, - dijo Dios, sin duda exagerando un poco la grandilocuencia del momento. Pero qué caramba, era un designio divino.

Poco antes de desvanecerme camino del Limbo, me pareció escuchar un tronar de trompetas, un celestial suspiro de alivio, y una risita apagada que emergía, apenas perceptible, desde las profundas tinieblas del Abismo...




lunes, 30 de junio de 2014

Un paso adelante



Como un Rolex comprado en el chino del barrio. Enterrado en mentiras -sofisticadas, perversas, matemáticas, razonables, radicales, blandas, silenciosas, educadas, podridas, verdaderas y aceptables. Asfixiado por el aire enrarecido y mohoso, tantas veces respirado, la atmósfera opresiva de ese universo estanco con estrellas pintadas de blanco Titanlux. Yo no sé si podré salir de aquí algún día, no sé si encontraré la salida, porque ni siquiera estoy seguro de que exista. Tal vez alguien cerró el candado y arrojó la llave al fondo del mar, matarile, quizá fui yo y si te he visto no me acuerdo. Como cuando salías a la pizarra y te plantabas allí en medio, con el brazo colgando como si la tiza pesara cuatrocientos kilos, y todos los ojos te atravesaban mientras tú solo soñabas con que el tiempo se detuviera para poder salir corriendo y no volver jamás. Pero dos tercios entre tres quintos más cuatro octavos y al final vuelva a su sitio, no sé para qué me molesto en intentar enseñar a estos burros, para mañana me copian dos veces la página cincuenta y siete y que suene el bendito timbre de una vez.

Y ya tampoco conservo aquella cajita de terciopelo verde donde guardaba los viejos tesoros -los cromos, las chapas, tres canicas de ojo de gato, un rodamiento, un lápiz con dos puntas- que eran lo único que todavía me recordaba que hubo un tiempo feliz, una infancia sin edad, una eternidad hecha de sueños pueriles y amados que me llenaban el corazón de esperanzas. La perdí, cayó al abismo donde se deshacen las ilusiones, se hundió en el mar oscuro del olvido, mientras la mirada se ahogaba para siempre en ese horizonte sin luz en el que nunca hay atardeceres rojos.

Sigo el camino de tantos que se extraviaron en busca de una verdad, vagando por laberintos dorados, guiado por la luz incierta que se apaga apenas la acaricias. Abriendo puertas, recorriendo pasillos interminables que no conducen a ninguna parte, espirales de dudas, acantilados sin eco, grutas voraces que te engullen y te escupen -no es nada personal, solo dios o el destino.

Apaga y vámonos, es el lema que mandé pintar en mi escudo. A buenas horas.

martes, 17 de junio de 2014

...y otras hierbas.



Recogía flores, como si buscara el significado de los acontecimientos en el indescifrable código de las enigmáticas formas vegetales. Como si pudiera llegar a entender su propia existencia por el mero hecho de observar con intensa atención las inflorescencias, los pistilos y estambres, los sépalos, los flexibles tallos, la translucidez luminosa de las corolas. Acariciaba su suave textura, haciendo girar con dos dedos, como una sombrilla diminuta, cada pequeño hallazgo florido. La espléndida y delicada rojez de la amapola, la humildad aromática de la manzanilla, la anónima sencillez de esas espiguitas que imitan al trigo y que siempre terminan agarrándose con sus dorados anzuelos en los calcetines del incauto paseante.

A veces se tumbaba en algún prado, y contemplaba absorto durante instantes eternos cómo la mas leve brisa hacía cimbrearse el bosquecillo de hierbas, llevándose en sus brazos invisibles una hojita, o unos granos de polen. Asistía hipnotizado a las misteriosas danzas de las abejas, o al desfile disciplinado de las hormigas, o al errático deambular de un pequeño escarabajo dorado que parecía haber perdido la brújula en alguna oquedad del camino. Una oruga retorcía su blando cuerpo rayado en torno a su alimento del día; dos mariposas parecían perseguirse en un ritual amoroso, trazando en su vuelo deliciosos bailes; la escurridiza lagartija acechaba agazapada, inmóvil, convertida en hierba y tierra, discreta depredadora. Todo era vida, y muerte, ciclo y órbita, mutación y ley.


Regresaba a las calles con la ropa manchada, las manos sucias, ramitas en el pelo y algún hermoso tesoro entre los dedos. Nunca comprendería la mecánica vital, el porqué de las cosas, el ruido y la furia, el orden y la geometría, la moda o el tráfico. Pero llevaba en los ojos la sinuosa silueta de un cardo, el brillo de la telaraña, la apacible lentitud del caracol. Y sonreía, sin saber por qué, sin importarle a quién, tal vez porque conocía el lugar donde podía ser, solo ser, sin tener que parecer: su jardín secreto, a la vista de todos, y sin embargo, oculto.

martes, 3 de junio de 2014

El viaje de Hiroshi






El día de su séptimo cumpleaños, Hiroshi pudo al fin cumplir su sueño de visitar la ciudad. Habiendo quedado tristemente huérfano con apenas unos meses, había sido criado por tres tías, hermanas de su madre, en una apartada granja en la región boscosa de Shinokuke. Creció feliz, amorosamente protegido, educado con el mayor esmero posible considerando la humildad de su familia adoptiva. Su mundo en esos primeros años fueron los bosques eternamente verdes y húmedos, la sencilla huerta que les proveía del sustento diario, la pequeña casa de madera que parecía haber brotado del suelo hacía milenios. Sus compañeros de juegos fueron las inquietas y tímidas criaturas del bosque: pájaros carpinteros, pequeños roedores, salamandras e insectos.  A todos los conocía y llamaba por su nombre, aunque a decir verdad, muchos se los inventaba: Moguri, Chitawa, Nosuke, Wataru...  También había un perro, que Hiroshi consideraba suyo, a pesar de que nunca supo de dónde había salido, ni dónde dormía o quién le daba de comer. Estaba muy flaco, cojeaba y tenía el pelo siempre enmarañado, pero en su mirada se podía ver un alma compasiva.
 

En las noches de invierno, cuando la nieve rodeaba la casa y todos se arremolinaban en torno al fuego, sus tías le contaban el cuento de Momotaro, el niño que unos ancianos encontraron dentro de un melocotón gigante. Y él se imaginaba que, como el pequeño protagonista de la historia, con los años se convertiría en un héroe de leyenda.

En sus primeros siete años de vida, Hiroshi solo tuvo contacto con sus tías, porque la montaña en la que vivían era de difícil acceso, y no era lugar de paso en ningún camino. La familia se autoabastecía, y sus sencillos hábitos no requerían nada que no pudieran proporcionarse a sí mismos con los recursos que la naturaleza les ofrecía. El universo de Hiroshi era hermoso y puro, virginal, edénico, pero solitario. No echaba de menos nada, porque solo conocía ese diminuto fragmento de mundo que le rodeaba, y allí era feliz. Tan solo se preguntaba cómo sería esa gran ciudad de la que había oído hablar en alguna ocasión a sus tías. Ellas, al ser interrogadas, trataban de cambiar rápidamente de tema, pero ante la insistencia de Hiroshi acababan prometiéndole que, cuando fuera un poco más mayor, le llevarían a conocer la ciudad.

Y así, la noche anterior a cumplir siete años se convirtió, también, en la víspera del día en que conocería la ciudad por fin. Apenas había amanecido cuando Hiroshi saltó de su jergón y despertó a todo el mundo, apremiándoles para emprender cuanto antes el viaje. Las caras de sus tías reflejaban más preocupación que alegría, pero el entusiasmo de Hiroshi era tan conmovedor que acabó contagiando a toda la familia. En menos de una hora recogieron todo lo necesario para el viaje, y se pusieron en camino. Cuando empezaron a descender la pronunciada pendiente que les llevaría al estrecho camino que conducía a la ciudad, Hiroshi volvió la vista atrás, como impulsado por un presentimiento inquietante. Junto a la puerta de la casa pudo ver a su perro, que les seguía con la mirada como si se despidiera para siempre de un viejo amigo. Hiroshi sintió un extraño escalofrío, una súbita ráfaga de viento agitó las ramas de los árboles y un cuervo levantó el vuelo dibujando en el aire un presagio.

Tras varias horas de agotadora marcha, en las que el pensamiento de Hiroshi vagó sin rumbo por absurdas fantasías, mecido por oscuras premoniciones y luminosas utopías, al fin pudieron divisar los primeros tejados de la ciudad. A medida que se acercaban, las tías de Hiroshi iban acortando el paso, caminando cada vez más lentamente, como si tuvieran miedo de llegar a su destino. Finalmente se detuvieron, apenas a unos cientos de metros de los primeros signos de territorio habitado. Hiroshi las miró perplejo:

- ¿Qué os pasa, tías? ¿Por qué nos paramos aquí? Ya casi estamos.

- Hiroshi -dijo su tía Tamiko-, hay algo que quizá deberíamos haberte dicho hace tiempo, y tal vez aún no sea demasiado tarde para hacerlo.

Las tías Tamiko, Nayumi y Tsubane se miraban nerviosas, sin saber muy bien qué hacer, mientras el nerviosismo de Hiroshi crecía y le hacía enrojecer por momentos.

- ¿Qué es eso tan importante que no puede esperar a que lleguemos a la ciudad?

- Hiroshi -intervino Tsubane, la más dulce de las tres-, sabes que eres como un hijo para nosotras, y que como a tal te hemos criado con todo nuestro amor. Todos estos años hemos intentado protegerte, mantenerte alejado de los males de este mundo. Pero tarde o temprano era inevitable que quisieras ensanchar tus horizontes y conocer nuevos lugares y a otras personas. Ahora que ha llegado ese momento, es nuestra obligación revelarte algo de vital importancia. Querido Hiroshi, tú no eres como los demás. No hay nada de malo en ser diferente, pero en muchas ocasiones la gente rechaza a los que no son iguales, porque sienten un miedo irracional y absurdo. Ese rechazo te hará sufrir, y nosotras no queremos que eso te suceda.

Hiroshi miraba a sus tías sin terminar de comprender a qué se referían. Claro que él era diferente: todos lo eran. ¿Qué había de extraño en eso?¿Por qué iban a rechazarle o a temerle a causa de su aspecto?

- No me importa -dijo Hiroshi, y dándose la vuelta se encaminó con paso decidido hacia la ciudad. A medida que se adentraba en las calles, se sorprendió al comprobar que los temores de sus tías eran completamente infundados. Era cierto que cada habitante era diferente, que cada persona que se cruzaba tenía sus propias peculiaridades: aquel, unas brillantes escamas violetas; ese otro, un solo cuerno y seis tentáculos; la que se asomaba a la ventana, unos élitros tornasolados y hermosos ojos compuestos. ¿No era ese el secreto de la belleza, el inmenso surtido de los matices, la inacabable variedad de las formas...?

Y justo cuando estaba a punto de darse la vuelta para ir a buscar a sus tías y sacarlas del error, escuchó el primer grito. Se giró bruscamente y contempló horrorizado aquellos ojos desencajados, aquellas manos, zarpas, garras y alas señalándole, todos aquellos honrados ciudadanos huyendo y gritando, escondiéndose en sus casas, recogiendo y apartando a sus hijos para ponerlos a salvo. En poco más de un minuto, Hiroshi se encontraba solo en medio de la calle, con la mirada perdida en el desierto horizonte de lo que ahora era una ciudad fantasma. 

Sintió a su espalda los pasos de sus tías que se acercaban en silencio. La peluda zarpa de Nayumi cogió cariñosamente su manita y con suavidad le condujo de nuevo en dirección a su hogar, a sus amadas montañas, lejos de aquella urbe que algún día, mucho tiempo atrás, había sido, como él, humana.


martes, 27 de mayo de 2014

Love Machine






Se podría decir que soy una persona solitaria, asocial, un misántropo o un marginado. Es cierto -y no me cuesta reconocerlo- que no disfruto de la compañía de otros seres humanos. Es algo que se remonta a mi infancia, y que con los años no ha hecho sino intensificarse. No soporto a mis congéneres, la mayoría de los cuales son meros muertos vivientes que corren en pos de una felicidad ficticia, víctimas de un sistema perverso que les engaña y somete, mientras les hace creer que son lo que no son, y les empuja a querer ser lo que nunca serán.

Pero todo esto no me convierte en un monstruo insensible. De hecho, vivo enamorado, absorbido en cuerpo y alma por el hechizo de una pasión conmovedora. Lo que comenzó como un loco amor a primera vista, fue creciendo hasta transformarse en un arrebatador romance que da un sentido completo a mi existencia. Cuando el Destino te depara semejante gracia, tu vida comienza a girar gozosamente en torno al objeto de tu amor, y todo lo demás pierde el interés, pues nada hay que te pueda colmar de felicidad de la forma en que él lo hace. Vives, sueñas y respiras por él; el mundo se torna un lugar pálido y gris, apenas un decorado sobre el que destaca poderosamente la belleza del amado. Todo es él, y lo demás se desvanece.


Y el amor hay que nombrarlo, y su nombre es Tiburón. Citroën DS23, 2347 cc, 132 CV, suspensión hidroneumática: la máquina más hermosa jamás construida. La cumbre de la creación automovilística, la más exquisita combinación de sofisticación mecánica y elegancia formal. Escultura rodante, escualo de acero bruñido, depredador del asfalto, poética encarnación metálica del mito futurista. Sus iniciales lo dicen todo: déesse, la diosa. Mi corazón le pertenece, y yo cuido el suyo -esos cuatro cilindros en línea, su inyección electrónica indirecta, su culata de aluminio- con la devoción del amante entregado. Suavemente acaricio sus curvas con la gamuza, haciendo brillar sus pulidas superficies bajo el sol de primavera. Dulcemente guío sus 1400 kilogramos de prodigiosa armonía por carreteras y caminos, atravesando majestuosamente las calles de la ciudad, como una criatura mitológica que hubiera abandonado el mundo de los dioses para deleitar a los mortales con su incomparable presencia.

Cuando me siento frente a su volante monobrazo y cierro la puerta, su interior se convierte en el añorado edén, un jardín de las delicias en el que aislarme del mundo y disfrutar de placeres vedados al resto de los vulgares habitantes del planeta. Mi universo privado, mi palacio sobre ruedas, mi Arcadia, mi vida...


No importa si no lo entendéis: amo a un Tiburón. 

domingo, 18 de mayo de 2014

Lo mejor es enemigo de lo bueno




No entiendo cómo alguien puede aburrirse teniendo tan a mano la mayor fuente de entretenimiento que existe: esa masa de aspecto viscoso y formas caprichosas que llamamos cerebro. Y no deja de ser sorprendente que la herramienta que nos permite desentrañar -lentamente, eso sí- los misterios del universo, sea al mismo tiempo el objeto de estudio más elusivo y desafiante. No obstante, poco a poco vamos abriendo pequeñas ventanas a su funcionamiento, y cuanto más sabemos, más milagroso me resulta que seamos capaces de seguir adelante en el encomiable empeño de desarrollar algo parecido a una civilización. Pero sin duda, lo que más me gusta de esos avances de la neurociencia y la psicología es cómo nos obligan a descabalgar del corcel de la arrogancia para colocarnos donde nos corresponde, tirando humildemente de las riendas del borrico que somos.

Einstellung, esa es la cuestión. Tras esa hermosa palabra alemana se esconde un secreto celosamente guardado: por qué una buena idea se convierte en el principal obstáculo para una idea mejor. Lo explican muy bien en un artículo de la revista "Investigación y ciencia", pero trataré de resumirlo aquí para quien no quiera gastarse los 6,50 € que cuesta la susodicha revista (¿por qué el conocimiento debería ser gratis?). Aunque también se puede leer el artículo fuente en este enlace (en inglés).

El mecanismo en sí consiste en que nuestro cerebro tiende tercamente a elegir la solución más conocida, y de esta manera ignora el resto de alternativas, a pesar de ser estas más eficaces. Dicho mecanismo tiene cierto sentido lógico -al menos a ojos del cerebro-, porque si ya conoces una manera de resolver algo y sabes que funciona, volver a revisar dicho conocimiento cada vez que te enfrentas a esa tarea supondría un gasto de tiempo y energía que probablemente no mereciera la pena. Cuando hablamos de cuestiones sencillas como las múltiples acciones cotidianas
(preparar el café, vestirse, organizar la mesa de trabajo o solventar cualquier pequeño contratiempo) la cosa no parece revestir mayor importancia. El verdadero problema radica en que este perverso resorte actúa en todos los ámbitos de la existencia, y algunos pueden tener consecuencias muy serias. Por ejemplo, si un médico se enfrenta a un caso previamente diagnosticado por un colega, cuando analice los datos objetivos (síntomas, radiografías, análisis, etc), casi con seguridad será incapaz de apreciar detalles que contradigan ese diagnóstico previo; detalles que sí apreciaría sin dificultad si se le presentara el caso por primera vez. Es el mismo proceso que lleva a los miembros de un jurado popular a comenzar a decidir sobre la culpabilidad o inocencia de un acusado antes de conocer los hechos, porque su primera impresión sobre el sospechoso condicionará inevitablemente su juicio posterior. Se le llama sesgo cognitivo. Si a este fenómeno le sumamos la escasa fiabilidad de nuestros sentidos (seguro que conocéis este experimento), lo que nos queda es lo que somos: un primate sobrado de soberbia, con escasa conciencia de su propia ignorancia. 

En el artículo ponen algunos ejemplos muy interesantes, algunos relativos al mundo académico que afectan incluso a su propia disciplina: estudios sobre la inteligencia cuyos datos se analizan a partir del sesgo de confirmación; es decir, que si los hechos contradicen mi teoría, pues los interpreto de otra manera hasta que corroboren lo que ya pensaba previamente. ¿Os suena de algo?

Hay muchos más argumentos para revisar nuestro autoproclamado título de Homo Sapiens, y volveré a tratarlos aquí, porque si no hemos venido a este mundo a aprender, ya me dirán ustedes qué vamos a hacer hasta que llegue nuestra hora...

lunes, 12 de mayo de 2014

La Musa que no cesa



Post-expresionismo abstracto. La herencia viva del Action Painting. Die Brücke revisitado, el jinete azul del apocalipsis, fauvismo cuántico... 

Los críticos de arte no recordaban haber tenido que esforzarse tanto por tratar de clasificar y calificar la obra de un pintor desde las primeras vanguardias del siglo XX. La irrupción de Roberto Valterer en el panorama cultural obligaba casi a una redefinición de conceptos, y supuso el comienzo de una nueva era, no solo en el ámbito puramente artístico, sino incluso en estamentos habitualmente ajenos al mundo de las artes plásticas. Gente de la más variada condición caía seducida por el asombroso poderío de su pintura. Hombres y mujeres de todas las edades esperaban horas ante las puertas de las galerías para ser testigos del prodigioso mundo de formas que se desplegaba, misterioso y vivo, caleidoscópico y sorprendente, ante sus perplejas miradas. Los corazones se henchían de emociones y las mentes quedaban cautivadas por el enigmático hechizo que ejercía la obra de Valterer, y nadie podía evitar sentirse conmovido en presencia de sus pinturas.

Museos e instituciones de todo el planeta se disputaban el honor de contar en sus salas con alguna muestra de aquel prodigioso arte, y los coleccionistas desembolsaban cantidades nunca vistas para hacerse con una sola de sus obras. El mundo de la cultura asistía convulsionado al raro espectáculo de un artista elevado a la categoría de ídolo, a la consagración de un mito que en vida estaba alcanzando un insospechado nivel de popularidad, paralelo y parejo al prestigio académico.

Comenzaba el otoño, y se acercaba la fecha anunciada para la nueva exposición de Valterer, lo que constituía un acontecimiento a escala mundial. La expectación estaba justificada. El artista había permanecido recluido durante meses en su estudio, sin que trascendiera el más mínimo detalle acerca de lo que estaba preparando. Pero no cabía duda de que sería, una vez más, un éxito rotundo, una nueva apoteosis de la creación plástica, otro increíble viaje a ese universo sin nombre en que el ojo y el alma se perdían en la contemplación extática.

James Wilberforce, el marchante inglés que representaba a Valterer desde su primera exposición en Londres, se encontraba inquieto. Llevaba casi tres semanas sin tener noticias de Roberto, y aunque eso no era especialmente extraño tratándose de él, algo en su interior le decía que las cosas no marchaban bien. No contestaba sus llamadas, no le devolvía los mensajes, y a estas alturas ya tendrían que haberse reunido para ultimar los detalles del montaje. Nadie sabía nada de él, excepto que se había encerrado a pintar y habia pedido que no le molestaran bajo ningún concepto. 

Wilberforce se presentó, finalmente, en la puerta del estudio. Llamó insistentemente, pero no hubo respuesta. Él era el único que tenía llave, aparte del propio Roberto, pero se había comprometido a no utilizarla sin el permiso expreso del artista. Sin embargo, esta vez estaba convencido de que algo grave sucedía, y que su uso estaba plenamente justificado. Abrió la puerta y penetró en el sagrado reino de Valterer.

Lo que allí encontró le dejó literalmente paralizado. Eran las siete de la tarde, y la luz del sol comenzaba a declinar lentamente a través de los grandes ventanales que daban al río. Bajo la tenue iluminación pudo distinguir ocho o diez lienzos de diferentes tamaños. Había algo extrañamente familiar en ellos, apenas entrevistos en el claroscuro de la sala. Buscó con la mirada y llamó a Roberto en voz alta, pero nadie le contestó. Al parecer, Roberto Valterer no se encontraba allí. 


Lentamente se fue acercando a los lienzos. Fue entonces cuando la sorpresa se convirtió en perplejidad. Allí, frente a sus asombrados ojos, se encontraba, sin lugar a dudas, "La ronda de noche". Un poco más allá, todavía fresco sobre el caballete, "La lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp"; también estaba "Andrómeda", "La novia judía", "Tobías y el ángel" y "El buey desollado". La obra esencial de Rembrandt reunida en el estudio de Roberto Valterer. Parecía recién pintada, aún se podía aspirar el inconfundible aroma del aceite de linaza y del óleo. Dos paletas yacían sobre unas banquetas, y varios pinceles y brochas habían rodado por el suelo. Ni rastro del peculiar mundo creativo de las obras de Valterer.

WIlberforce quiso asegurarse de que lo que estaba viendo era real, tal era su estado de estupefacción. Se acercó a uno de los cuadros y lo observó con detenimiento. No era un experto en la obra de Rembrandt, pero aquella era, sin discusión posible, su pincelada, aquellos sus colores, sus inconfundibles veladuras. Se dispuso a tocar con la punta del dedo la todavía levemente húmeda superficie. 


- ¡No lo toques! Es inútil, no conseguirás nada.

La voz, sin duda la de Valterer, salió cavernosa de entre un montón de mantas caídas en torno al sofá que hacía las veces de cama en el estudio. Wilberforce soltó un grito y se giró en dirección a la voz.

- ¡Por el amor de Dios, Roberto, casi me matas del susto! ¿Qué ha sucedido aquí? ¿Estás bien? ¿Llamo a un médico?

- No llames a nadie. Y no, no estoy bien. No estoy nada bien. Para ser más preciso, ni siquiera estoy...

Valterer permanecía oculto por el amasijo de telas. Apenas se podía adivinar su silueta, recostado contra la pared, cubierto con una fina colcha como un sudario. Su voz sonaba extraña, teñida de un ligero acento difícil de identificar.

- ¿Se puede saber qué ocurre? ¿Me puedes explicar qué está pasando?-, dijo Wilberforce mientras se acercaba al lugar donde yacía la misteriosa figura.

- No te acerques más, por favor. Te explicaré lo que pueda, pero quédate ahí.

Wilberforce se detuvo, sin apartar la vista de aquel perfil que se recortaba difusamente a contraluz. Esperó.

- Tú me conoces desde hace años, James. Sabes que siempre he tratado de ser honesto en mi trabajo, que me he entregado a la pintura sin reservas, que he seguido mi camino de creación sin desviarme por efecto de las tendencias, el éxito o la crítica. Que siempre he intentado ir un poco más allá, eludiendo el recurso fácil o el efectismo. Después de la última exposición estaba muy cansado, saturado, y sentía que me costaba recuperar la ilusión por pintar. Así que decidí volver la mirada a los clásicos, buscar en ellos la motivación, el impulso para enfrentarme con un enfoque diferente al proceso creativo. Pasé horas visitando museos y pequeñas colecciones, consultando viejos catálogos, impregnándome del espíritu de los grandes del pasado. Aunque pueda sonar paradójico, este viaje en el tiempo me hizo sentir renovado, con ganas de indagar aún más profundamente en la esencia del arte.

Alentado por este impulso volví al taller y me puse a trabajar. Sin embargo, desde el principio me di cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. Por más que lo intentaba, por mucho que me esforzara, lo que salía de mis pinceles no se correspondía en absoluto con lo que yo pretendía. Era incapaz de controlar los resultados, como si una mano invisible dirigiera mis gestos, como si una voluntad ajena me hubiera usurpado. Asistía al proceso inerme, anulado, ausente, como un títere bailando al compás de una música oculta. Me abandoné al fenómeno contra el cual no podía hacer nada, y cuando terminé el primer cuadro allí estaba: "Tobías y el ángel". ¡Acababa de pintar un Rembrandt! No como Rembrandt, sino un Rembrandt. ¿Cómo era posible? Y sin embargo ahí estaba, perfecto hasta el último detalle. Llegué a pensar que algún compuesto químico de los pigmentos me había intoxicado. Pero no, amigo, el cuadro era real, el Rembrandt era real.


Rápidamente me lancé sobre un nuevo lienzo, blandiendo con furia los pinceles en el vano intento de despertar de la pesadilla, de liberar mi alma de la posesión absurda que parecía aferrarme con violencia. Fruto de esa batalla fue "La ronda de noche". Después vendrían "La lección de anatomía", "Dánae", "El buey desollado"... No es posible describir la desesperación, la horrible impotencia que he sentido en estas últimas semanas. Pero ha sido esta misma mañana cuando el destino me ha asestado el último y definitivo golpe. 

Dejé a un lado las paletas y los pinceles y cogí una vieja plancha de zinc y un buril. Pensé que tal vez cambiando de técnica las cosas serían diferentes. Para completar la tarea, decidí colocarme frente a un espejo y enfrentarme a la prueba final. Ahí tienes el resultado.

Por debajo de la colcha surgió una mano temblorosa que señalaba algún lugar junto al ventanal. WIlberforce se acercó lentamente y encontró un caballete pequeño tapado con una tela negra. La apartó, y ante sus incrédulos ojos apareció el famoso autorretrato del joven Rembrandt, cuya inconfundible expresión de asombro y espanto se revelaba, al fin, llena de aterrador significado...


miércoles, 7 de mayo de 2014

Desconocida




No va a venir. Lo sabías desde el mismo momento en que entraste en el bar y te sentaste a la mesa. A pesar de todo, elegiste el lugar de siempre, junto al ventanal, para verla llegar, para disfrutar incluso de esos instantes casi mágicos en que la contemplas sin que ella lo sepa, en que ella es sin artificio, sin simulación, sin esfuerzo alguno por aparentar. Como aquella primera vez, cuando nuestros caminos se cruzaron en el pasillo del metro. Sé que no me vio, que no se fijó en mí -¿por qué iba a hacerlo? Pero yo no pude evitar girarme y seguirla con la mirada mientras desaparecía entre la gente que iba y venía sin darse cuenta de lo que acababa de suceder. Tendría que haber ido tras ella, pero no lo hice. Me quedé plantado allí en medio, recibiendo empujones, petrificado. Pensando que nunca la volvería a ver.

Pero no fue así. Apenas una semana después coincidimos en la entrada del cine. Ella iba con dos amigas, y esta vez no había escapatoria. Las butacas eran numeradas, y mi asiento estaba cuatro o cinco filas más atrás que el suyo, y más lejos del pasillo. Pero en las escenas más luminosas de la película alcanzaba a entrever, a través del mar de cabezas, su melena rojiza. Eso me bastaba, al menos durante aquellas dos horas en la oscuridad.

Cuando terminó la sesión, traté de retrasar mi entrada en el lento desfile de salida por el pasillo, para situarme a su lado. Calculé bien, y estaba tan cerca que casi podía olerla, empapándome de su voz, de su risa, de su perfil, de su andar. De repente, una de sus amigas me pisó.

- ¡Ay, perdona! ¿Te he hecho daño?

Ella se volvió y me miró durante un segundo. 

- No, nada, no es nada, gracias- balbucí, sin mirar ni siquiera un momento a quien me hablaba, los ojos fijos en ella y, supongo, una sonrisa forzada.

Un nuevo afluente humano se interpuso entre nosotros. Cuando alcancé el vestíbulo ya no estaba. Salí precipitadamente y comencé a recorrer los alrededores, buscándola. Pero era imposible, demasiada gente, demasiadas calles, demasiados posibles destinos. ¿Habría cogido un taxi, un autobús, el metro? ¿Viviría en el barrio? ¿Había agotado las probabilidades de volver a encontrarla?

Viví semanas de melancolía con el recuerdo de esos dos fugaces encuentros, desolado por mi falta de audacia -suena mejor que cobardía- y soñando, al mismo tiempo, con una nueva oportunidad. La ciudad no era tan grande, al fin y al cabo. Quizá en la misma estación del metro, a la misma hora; quizá en el mismo cine, o en el mismo barrio. No era imposible.

Pero fue en el parque, mientras me fumaba un cigarrillo sentado en un banco, mirando distraídamente las nubes. Solía escaparme allí a la hora del café, unos minutos para no pensar, para dejar pasar el tiempo y no pensar, sobre todo en ella. Y de pronto apareció, cargada con dos bolsas de supermercado. Una ráfaga de viento hizo girar un montón de hojas secas, un perro pasó corriendo, algún niño gritaba, las palomas picoteaban el suelo, un abejorro zumbaba junto a unas flores. Y yo solo miraba cómo ella se iba alejando poco a poco, cada vez más difícil distinguir su silueta entre los árboles, hasta que una fuente y un muro la ocultaron definitivamente. Me levanté, como si acabara de despertar de un sueño, y salí corriendo. Rodeé la fuente y el muro, pero era demasiado tarde. Otra vez.

No va a venir. Podría esperarla mil años, pero no va a venir, porque no sabe que existo, aunque la veo pasar frente al ventanal, camino de su trabajo, como todas las mañanas, con ese aire un poco ausente de las diosas. Y cada vez que pasa de largo, pido otro café y recuerdo aquel primer encuentro, cuando todo comenzó y se acabó en el mismo y preciso instante.

 



martes, 6 de mayo de 2014

Misterios desvelados






Vivir en una ciudad Patrimonio de la Humanidad suele suscitar la sana envidia de quienes no disfrutan de tal privilegio. Segovia es una ciudad hermosa, sí, bellamente ornada con la magnífica sobriedad de sus iglesias románicas, su gótica y pálida catedral, su Alcázar de cuento y, especialmente, su impresionante acueducto romano. Tan espléndida, esbelta y armoniosa obra de ingeniería no puede sino despertar la rendida admiración de quienes la contemplan, incluso tratándose de los residentes habituales, a los que ni siquiera la costumbre de verlo a diario puede disminuir el comprensible orgullo de disfrutar de su majestuosa presencia.

Sin embargo, el visitante ocasional, el turista o el viajante, todos ignoran la terrible verdad que se esconde tras la elevada magnificencia del conjunto monumental. Es un secreto celosamente guardado durante mucho tiempo, y soy consciente del grave peligro a que me expongo por revelarlo públicamente, pero no puedo seguir soportando tan pesada carga yo solo. Alguien tenía que decirlo.

Sé que costará creerlo, porque también yo dudaría de la veracidad de este testimonio si alguien me lo revelara. Desgraciadamente, la verdad no depende de nuestra credulidad. La verdad es, aunque nos pese, aunque nos duela.

Pues bien, han de saber ustedes que todos los domingos, cuando el último de los turistas abandona Segovia, los que nos quedamos tenemos que afrontar la dura tarea de desmontar el acueducto. Para explicar tan asombrosa revelación, hay que remontarse a la conocida leyenda de su mítica construcción. Para quien no conozca dicha leyenda, la resumiré diciendo que fue el propio Satanás quien se encargó de la edificación, dirigiendo un ejército de demonios. En su afán por arrebatar su alma cándida a una moza que acarreaba el agua en pesados cántaros, el Príncipe de las Tinieblas se comprometió a construir el acueducto para evitarle tan tediosa tarea. Sin embargo, la moza urdió un engaño y finalmente conservó su divino don y, de paso, los segovianos ganaron un acueducto inmortal.

Pero -y ya sabemos en quién se han inspirado nuestras amadas entidades bancarias-, nadie pareció fijarse en una pequeña cláusula, no por escrita con sangre y en caracteres minúsculos menos válida y de obligado cumplimiento. Según ese casi imperceptible renglón del contrato de compraventa de almas, si la parte contratante de la primera parte no cumplía honestamente con su parte contratante de la primera parte, la parte contratante de la segunda parte podía exigir el desmantelamiento del monumento. Por fortuna, el Rey del Mal anda muy atareado los fines de semana, y solo puede comprobar el cumplimiento del acuerdo de lunes a viernes. Así pues, todos a una, los sufridos habitantes de esta ciudad nos vemos obligados a deconstruir -para ser más exactos, desconstruir- el emblemático ingenio cada domingo, puntualmente. ¿Que cómo lo hacemos? Es una mera cuestión de organización. A cada ciudadano se le asigna una piedra, que previamente se ha numerado. En estricto e inalterable orden, uno por uno van siendo retirados los bloques de granito y transportados en unos carritos especialmente diseñados para tal función. La célebre construcción a hueso facilita enormemente la tarea. Lo cierto es que solo desmontamos la parte más visible, la que ven los turistas, porque Segovia es una ciudad muy pequeña y no damos para más. Alguno se preguntará cómo es posible que nadie se haya dado cuenta. Es sencillo: aquí nos conocemos todos, aunque sea de vista, y si detectamos algun intruso tenemos instrucciones precisas de hacerle abandonar la ciudad -por las buenas o por las malas. Sobre este particular no puedo ser más explícito, por razones obvias.

Naturalmente, cada viernes por la noche hay que volver a montarlo, invirtiendo el proceso acometido el domingo anterior. No faltan anécdotas sobre esta estrafalaria costumbre, como aquella vez en que el encargado de colocar la primera piedra no acudió a su hora, y para no perder tiempo, el segundo ocupó su lugar. Cada piedra se desplazó una posición respecto a su diseño original, y el resultado fue que durante ese fin de semana en Segovia se elevó, orgulloso, el acueducto de Mérida. Y nadie pareció darse cuenta...

Ahora ya conocen la verdad. La próxima vez que visiten Segovia, entenderán por qué sus habitantes no derrochan simpatía: es puro agotamiento.

domingo, 4 de mayo de 2014

El mundo pequeño


Siempre que tengo ocasión, abandono la escala humana para perderme, siquiera por unos instantes, en el mundo pequeño. A menudo hay que agacharse para hacerlo, aunque a veces no es necesario. Lo importante es poder situar la mirada a su altura, de modo que la inmersión se produzca de manera convincente. El ángulo de visión se reduce hasta el punto de crear un efecto de burbuja, que es como si te hubieran metido en uno de esos pisapapeles navideños en cuyo interior se reproduce una mágica nevada con solo un giro de muñeca.
De modo que te acercas quedamente, en silencio, tratando respetuosamente de no perturbar el ecosistema en miniatura que estás a punto de profanar con tu presencia. En estos mundos pequeños todo es frágil y delicado, exquisito en su menudencia, casi transparente. Hay que respirar suavemente para no contaminar la atmósfera, para no alterar el orden invisible que gobierna este universo con la exactitud perfecta de lo que no ha sido aún mancillado por la torpe mano del hombre.

Una vez inmerso, solo queda observar con reverencia, contemplar con devoción, y en ocasiones excepcionales incluso intentar formar parte -tal vez durante uno o dos segundos- de ese paisaje excepcional. Sentir que cada objeto diminuto, cada partícula, cada mota o filamento es tan perfecto en su esencia que nada puede decirse al respecto sin menoscabar su inefable plenitud. Te inunda entonces una profunda gratitud, la certeza de haber atisbado en ese minúsculo fragmento de vida la grandeza de la creación. Todo tiene sentido y nada sobra; todo encaja en la armonía sublime del cosmos microscópico, en la pureza inmaculada de ese instante en que la vida se manifiesta sin artificio, pompa y circunstancia. 
Tarde o temprano hay que regresar a las magnitudes cotidianas. Abandonar el hechizo, dejar atrás el lugar, volver sobre nuestros pasos, continuar el camino. Con un poco de suerte nos llevaremos en la piel un aroma sutil, una fragancia secreta, un eco apagado: un rastro que nos permita encontrar nuevamente el sendero escondido al mundo pequeño, ese que se oculta humildemente a nuestros pies para guardar el secreto de la eternidad, el tiempo detenido.

sábado, 3 de mayo de 2014





La realidad es la fuente de toda imaginación. La nada no existe, como su propio nombre indica, porque si la nombras, aparece. Solo hay que tener los ojos abiertos, escuchar con atención, dejar que el mundo se abra ante ti, observar el asombroso despliegue de las formas, los sonidos, los aromas. El viento en las hojas, la nube voluptuosa, la mujer del sombrerito, el rótulo torcido, un nombre en la distancia, la piedrecita en el zapato...

La vida se escribe con su propio alfabeto, con códigos arcanos, con susurros velados y a voz en grito, subrepticiamente, en el fragor y la quietud, de repente y eterna. Lo tomas o lo dejas, pero de qué depende, si de todas formas será lo que ha de ser. Ahora estás y lo entiendes, aunque lo más probable es que nunca sea lo que parece. Porque es inabarcable, y nosotros, criaturas sin rumbo, perplejos ante el caos tratamos de aferrarnos y no caer por la borda.

Vivir será este caminar a ciegas, siempre en la cuerda floja -mejor funámbulos que sonámbulos-, con las certezas justas, las dudas necesarias, y la sonrisa puesta. Porque el final no importa: suficiente tenemos ya con el camino, y bástale a cada día su afán...