lunes, 30 de junio de 2014

Un paso adelante



Como un Rolex comprado en el chino del barrio. Enterrado en mentiras -sofisticadas, perversas, matemáticas, razonables, radicales, blandas, silenciosas, educadas, podridas, verdaderas y aceptables. Asfixiado por el aire enrarecido y mohoso, tantas veces respirado, la atmósfera opresiva de ese universo estanco con estrellas pintadas de blanco Titanlux. Yo no sé si podré salir de aquí algún día, no sé si encontraré la salida, porque ni siquiera estoy seguro de que exista. Tal vez alguien cerró el candado y arrojó la llave al fondo del mar, matarile, quizá fui yo y si te he visto no me acuerdo. Como cuando salías a la pizarra y te plantabas allí en medio, con el brazo colgando como si la tiza pesara cuatrocientos kilos, y todos los ojos te atravesaban mientras tú solo soñabas con que el tiempo se detuviera para poder salir corriendo y no volver jamás. Pero dos tercios entre tres quintos más cuatro octavos y al final vuelva a su sitio, no sé para qué me molesto en intentar enseñar a estos burros, para mañana me copian dos veces la página cincuenta y siete y que suene el bendito timbre de una vez.

Y ya tampoco conservo aquella cajita de terciopelo verde donde guardaba los viejos tesoros -los cromos, las chapas, tres canicas de ojo de gato, un rodamiento, un lápiz con dos puntas- que eran lo único que todavía me recordaba que hubo un tiempo feliz, una infancia sin edad, una eternidad hecha de sueños pueriles y amados que me llenaban el corazón de esperanzas. La perdí, cayó al abismo donde se deshacen las ilusiones, se hundió en el mar oscuro del olvido, mientras la mirada se ahogaba para siempre en ese horizonte sin luz en el que nunca hay atardeceres rojos.

Sigo el camino de tantos que se extraviaron en busca de una verdad, vagando por laberintos dorados, guiado por la luz incierta que se apaga apenas la acaricias. Abriendo puertas, recorriendo pasillos interminables que no conducen a ninguna parte, espirales de dudas, acantilados sin eco, grutas voraces que te engullen y te escupen -no es nada personal, solo dios o el destino.

Apaga y vámonos, es el lema que mandé pintar en mi escudo. A buenas horas.

martes, 17 de junio de 2014

...y otras hierbas.



Recogía flores, como si buscara el significado de los acontecimientos en el indescifrable código de las enigmáticas formas vegetales. Como si pudiera llegar a entender su propia existencia por el mero hecho de observar con intensa atención las inflorescencias, los pistilos y estambres, los sépalos, los flexibles tallos, la translucidez luminosa de las corolas. Acariciaba su suave textura, haciendo girar con dos dedos, como una sombrilla diminuta, cada pequeño hallazgo florido. La espléndida y delicada rojez de la amapola, la humildad aromática de la manzanilla, la anónima sencillez de esas espiguitas que imitan al trigo y que siempre terminan agarrándose con sus dorados anzuelos en los calcetines del incauto paseante.

A veces se tumbaba en algún prado, y contemplaba absorto durante instantes eternos cómo la mas leve brisa hacía cimbrearse el bosquecillo de hierbas, llevándose en sus brazos invisibles una hojita, o unos granos de polen. Asistía hipnotizado a las misteriosas danzas de las abejas, o al desfile disciplinado de las hormigas, o al errático deambular de un pequeño escarabajo dorado que parecía haber perdido la brújula en alguna oquedad del camino. Una oruga retorcía su blando cuerpo rayado en torno a su alimento del día; dos mariposas parecían perseguirse en un ritual amoroso, trazando en su vuelo deliciosos bailes; la escurridiza lagartija acechaba agazapada, inmóvil, convertida en hierba y tierra, discreta depredadora. Todo era vida, y muerte, ciclo y órbita, mutación y ley.


Regresaba a las calles con la ropa manchada, las manos sucias, ramitas en el pelo y algún hermoso tesoro entre los dedos. Nunca comprendería la mecánica vital, el porqué de las cosas, el ruido y la furia, el orden y la geometría, la moda o el tráfico. Pero llevaba en los ojos la sinuosa silueta de un cardo, el brillo de la telaraña, la apacible lentitud del caracol. Y sonreía, sin saber por qué, sin importarle a quién, tal vez porque conocía el lugar donde podía ser, solo ser, sin tener que parecer: su jardín secreto, a la vista de todos, y sin embargo, oculto.

martes, 3 de junio de 2014

El viaje de Hiroshi






El día de su séptimo cumpleaños, Hiroshi pudo al fin cumplir su sueño de visitar la ciudad. Habiendo quedado tristemente huérfano con apenas unos meses, había sido criado por tres tías, hermanas de su madre, en una apartada granja en la región boscosa de Shinokuke. Creció feliz, amorosamente protegido, educado con el mayor esmero posible considerando la humildad de su familia adoptiva. Su mundo en esos primeros años fueron los bosques eternamente verdes y húmedos, la sencilla huerta que les proveía del sustento diario, la pequeña casa de madera que parecía haber brotado del suelo hacía milenios. Sus compañeros de juegos fueron las inquietas y tímidas criaturas del bosque: pájaros carpinteros, pequeños roedores, salamandras e insectos.  A todos los conocía y llamaba por su nombre, aunque a decir verdad, muchos se los inventaba: Moguri, Chitawa, Nosuke, Wataru...  También había un perro, que Hiroshi consideraba suyo, a pesar de que nunca supo de dónde había salido, ni dónde dormía o quién le daba de comer. Estaba muy flaco, cojeaba y tenía el pelo siempre enmarañado, pero en su mirada se podía ver un alma compasiva.
 

En las noches de invierno, cuando la nieve rodeaba la casa y todos se arremolinaban en torno al fuego, sus tías le contaban el cuento de Momotaro, el niño que unos ancianos encontraron dentro de un melocotón gigante. Y él se imaginaba que, como el pequeño protagonista de la historia, con los años se convertiría en un héroe de leyenda.

En sus primeros siete años de vida, Hiroshi solo tuvo contacto con sus tías, porque la montaña en la que vivían era de difícil acceso, y no era lugar de paso en ningún camino. La familia se autoabastecía, y sus sencillos hábitos no requerían nada que no pudieran proporcionarse a sí mismos con los recursos que la naturaleza les ofrecía. El universo de Hiroshi era hermoso y puro, virginal, edénico, pero solitario. No echaba de menos nada, porque solo conocía ese diminuto fragmento de mundo que le rodeaba, y allí era feliz. Tan solo se preguntaba cómo sería esa gran ciudad de la que había oído hablar en alguna ocasión a sus tías. Ellas, al ser interrogadas, trataban de cambiar rápidamente de tema, pero ante la insistencia de Hiroshi acababan prometiéndole que, cuando fuera un poco más mayor, le llevarían a conocer la ciudad.

Y así, la noche anterior a cumplir siete años se convirtió, también, en la víspera del día en que conocería la ciudad por fin. Apenas había amanecido cuando Hiroshi saltó de su jergón y despertó a todo el mundo, apremiándoles para emprender cuanto antes el viaje. Las caras de sus tías reflejaban más preocupación que alegría, pero el entusiasmo de Hiroshi era tan conmovedor que acabó contagiando a toda la familia. En menos de una hora recogieron todo lo necesario para el viaje, y se pusieron en camino. Cuando empezaron a descender la pronunciada pendiente que les llevaría al estrecho camino que conducía a la ciudad, Hiroshi volvió la vista atrás, como impulsado por un presentimiento inquietante. Junto a la puerta de la casa pudo ver a su perro, que les seguía con la mirada como si se despidiera para siempre de un viejo amigo. Hiroshi sintió un extraño escalofrío, una súbita ráfaga de viento agitó las ramas de los árboles y un cuervo levantó el vuelo dibujando en el aire un presagio.

Tras varias horas de agotadora marcha, en las que el pensamiento de Hiroshi vagó sin rumbo por absurdas fantasías, mecido por oscuras premoniciones y luminosas utopías, al fin pudieron divisar los primeros tejados de la ciudad. A medida que se acercaban, las tías de Hiroshi iban acortando el paso, caminando cada vez más lentamente, como si tuvieran miedo de llegar a su destino. Finalmente se detuvieron, apenas a unos cientos de metros de los primeros signos de territorio habitado. Hiroshi las miró perplejo:

- ¿Qué os pasa, tías? ¿Por qué nos paramos aquí? Ya casi estamos.

- Hiroshi -dijo su tía Tamiko-, hay algo que quizá deberíamos haberte dicho hace tiempo, y tal vez aún no sea demasiado tarde para hacerlo.

Las tías Tamiko, Nayumi y Tsubane se miraban nerviosas, sin saber muy bien qué hacer, mientras el nerviosismo de Hiroshi crecía y le hacía enrojecer por momentos.

- ¿Qué es eso tan importante que no puede esperar a que lleguemos a la ciudad?

- Hiroshi -intervino Tsubane, la más dulce de las tres-, sabes que eres como un hijo para nosotras, y que como a tal te hemos criado con todo nuestro amor. Todos estos años hemos intentado protegerte, mantenerte alejado de los males de este mundo. Pero tarde o temprano era inevitable que quisieras ensanchar tus horizontes y conocer nuevos lugares y a otras personas. Ahora que ha llegado ese momento, es nuestra obligación revelarte algo de vital importancia. Querido Hiroshi, tú no eres como los demás. No hay nada de malo en ser diferente, pero en muchas ocasiones la gente rechaza a los que no son iguales, porque sienten un miedo irracional y absurdo. Ese rechazo te hará sufrir, y nosotras no queremos que eso te suceda.

Hiroshi miraba a sus tías sin terminar de comprender a qué se referían. Claro que él era diferente: todos lo eran. ¿Qué había de extraño en eso?¿Por qué iban a rechazarle o a temerle a causa de su aspecto?

- No me importa -dijo Hiroshi, y dándose la vuelta se encaminó con paso decidido hacia la ciudad. A medida que se adentraba en las calles, se sorprendió al comprobar que los temores de sus tías eran completamente infundados. Era cierto que cada habitante era diferente, que cada persona que se cruzaba tenía sus propias peculiaridades: aquel, unas brillantes escamas violetas; ese otro, un solo cuerno y seis tentáculos; la que se asomaba a la ventana, unos élitros tornasolados y hermosos ojos compuestos. ¿No era ese el secreto de la belleza, el inmenso surtido de los matices, la inacabable variedad de las formas...?

Y justo cuando estaba a punto de darse la vuelta para ir a buscar a sus tías y sacarlas del error, escuchó el primer grito. Se giró bruscamente y contempló horrorizado aquellos ojos desencajados, aquellas manos, zarpas, garras y alas señalándole, todos aquellos honrados ciudadanos huyendo y gritando, escondiéndose en sus casas, recogiendo y apartando a sus hijos para ponerlos a salvo. En poco más de un minuto, Hiroshi se encontraba solo en medio de la calle, con la mirada perdida en el desierto horizonte de lo que ahora era una ciudad fantasma. 

Sintió a su espalda los pasos de sus tías que se acercaban en silencio. La peluda zarpa de Nayumi cogió cariñosamente su manita y con suavidad le condujo de nuevo en dirección a su hogar, a sus amadas montañas, lejos de aquella urbe que algún día, mucho tiempo atrás, había sido, como él, humana.