domingo, 19 de julio de 2015

Total, pa qué...


Consciente de que escribir aquí es como irse al desierto para encontrar a Dios, y movido tal vez por el último atisbo de esperanza que me queda -o quizá solo sea incontinencia verbal-, acudo a este espacio inerte y virtual para (¡oh, pirueta paradójica!)... no sé muy bien para qué, la verdad.

La verdad, digo, pero precisamente eso es lo que me trae aquí. La verdad o su ausencia. 

Ya sabemos que la vida es un proceso, sin que tengamos muy claro qué se está procesando o a qué se está procediendo. Porque, en definitiva, me temo que demasiado pronto se convierte en una inercia que nos lleva, nos arrastra o nos empuja -casi siempre río abajo- para desembocar en un mar que, como decía el manido verso, es el morir. Ahora de lo que se trata es de hacer el trayecto vivos. Y lo digo por experiencia: sé lo que es transitar por la existencia como un muerto. Al menos me consuela haber conservado un mínimo de consciencia para aprender tres o cuatro cosas, que espero me sean útiles antes de embarcarme con Caronte.

Podría llenarse una enciclopedia de muchos tomos con las definiciones de la vida que han planteado filósofos, clérigos, intelectuales y personas de toda condición a lo largo de la Historia. Lo que demuestra que, o bien todos -quizá menos uno- están equivocados, o no hay una respuesta a esa pregunta. ¿Qué es la vida? ¿Para qué estamos aquí? ¿Tiene todo esto algún sentido? Si cierro los libros y miro a mi alrededor, la conclusión sería que es un "sálvese quien pueda". Donde no hay orden tiene que haber caos, y ahí solo vale la supervivencia. La del más fuerte, la del más listo, la del que más tiene o más puede. 


Solo deberían enseñarnos una cosa en el colegio: a discernir la verdad. Pero para eso habría que saber, primero y a ciencia cierta, qué es. Malas noticias: la verdad no existe; la justicia no existe; el amor no existe; la belleza no existe. Este culmen de la creación que es el Homo Sapiens no deja de ser una criatura débil e imperfecta, tan patéticamente dependiente de sus deficientes sentidos, y tan ignorante de su propios mecanismos que resulta asombroso que todavía no se haya extinguido como los dodos (Raphus Cucullatus, nunca te acostarás sin saber una cosa más). Ya lo decía el famoso doctor: everybody lies. 

La realidad -esa cosa tan evidente que parece ofensivo tratar de describirla- resulta ser una construcción mental a medida, hecha de materiales tan inconsistentes y poco de fiar como la imaginación, la información sesgada, la herencia genética recibida, la distorsionada aportación de los sentidos y la manera en que toda esa amalgama es procesada por unos cuantos millones de neuronas. Física y química: eso somos. Vulnerables y sensibles a cualquier pequeña influencia, inestables y manipulables. Si a pesar de todo nos creemos los reyes de la creación, cómo serán los plebeyos...

Así que de eso se trata. A nadie le importa, pero eso no tiene importancia. Nada la tiene. Hasta que sepamos lo que es la verdad, todo es mentira. Solo sé que no sé nada, y no es ironía. El único problema es que la ignorancia mata...

martes, 24 de marzo de 2015

El algoritmo del amor


El amor es como la energía oscura del universo: se sabe que existe, pero no en qué consiste. Es como la propia vida, indescifrable. Llevamos siglos tratando de definirlo, de delimitarlo, de comprender sus mecanismos, de explicarlo en términos asequibles al entendimiento. A sabiendas de que es imposible, claro. Sin embargo, algo nos impulsa a seguir investigando, empeñados en encontrar el algoritmo del amor. Vaya aquí un nuevo y, a priori, infructuoso intento.

La fase inicial, el enamoramiento, ha sido prolijamente estudiada desde infinitos puntos de vista. A mí me interesa particularmente porque es uno de los fenómenos que mejor ponen de manifiesto lo poco que conocemos nuestro propio funcionamiento -los entresijos de eso que llamamos ser humano. Si nos preguntan por qué nos hemos enamorado de tal o cual persona, exhibiremos un impresionante catálogo de falsedades en las que creemos profundamente: me enamoró su sonrisa, su alma, su forma de moverse; es inteligente, me hace reír, me comprende mejor que nadie, con una mirada basta, cuando estoy a su lado el tiempo se detiene...

Lo cierto es que en el proceso de enamoramiento se desencadenan una serie de fenómenos fascinantes a los que no tenemos acceso, y que tienen lugar sin nuestra intervención ni consentimiento. La química hace su parte, ingentes cantidades de información codificada en nuestro cerebro y de la que no somos conscientes envían todo tipo de señales, nos marcan una dirección. Miles de años de evolución activan mecanismos ancestrales. Y luego, cuando todo eso ha sucedido, lo traducimos torpemente en una serie de causas que nada tienen que ver con la realidad. Y cuando digo realidad me refiero a la otra, la que no somos capaces de identificar porque, precisamente, esa es una de las principales características del enamoramiento: que suspende la realidad objetiva, nos sumerge en una burbuja de la que ni podemos ni queremos salir.

Desgraciadamente, tarde o temprano la burbuja se pincha o se desinfla. Es una ley. A partir de ahí empieza lo interesante, porque enamorarse es fácil, pero amar no lo es. Te puedes enamorar de cualquiera, incluso si no sabes nada de esa persona, tan solo por indicios, por un gesto cazado al vuelo, por un aroma, por unas palabras que ni siquiera sabes si son sinceras. Pero el amor se construye, se cultiva, se edifica y se sustenta en otros cimientos. Amar es un trabajo, porque requiere alcanzar un equilibrio delicadísimo entre numerosos elementos. El amor es física y química, matemática y diplomacia, arte y ciencia, locura y responsabilidad. Es entregarse con generosidad y aceptar con gratitud. Es un viaje en compañía, y solo se puede recorrer ese camino de la mano del otro.

 El amor, para serlo, ha de estar vivo. Por eso es necesario alimentarlo constantemente: de lo contrario, morirá. Como un jardín, cuanto más y mejor lo cuides, más hermoso será.

Pero si lo que buscamos es el algoritmo del amor deberíamos saber en qué consiste, qué significa amar, cuál es la causa última que hace que una persona ame a otra. La afinidad de gustos y vivencias, o de puntos de vista, la forma de entender el mundo... Sería una primera aproximación razonable, sí, pero insuficiente. Podría definir una amistad, pero no necesariamente el amor. Tiene que haber algo más. Entendemos que existe una atracción física, cuyo origen no acabamos de conocer, lo cual explica que seas como seas, encontrarás a alguien que sienta esa atracción, y viceversa. Una cierta afinidad. La otra persona encaja en cierto patrón que se habrá ido formando desde que naciste, con elementos familiares, sociales y culturales. Y sin embargo, sumando todos estos factores, no obtenemos el resultado final, al menos no necesariamente. ¿Por qué? 

Obviamente, teníamos que llegar a este punto: no hay respuesta. No existe el algoritmo del amor. Te enamoras, y un buen día te das cuenta de que lo único que necesitas para ser feliz es estar al lado de esa persona. Simplemente eso, sin importar qué estés haciendo, dónde o en qué circunstancia, siempre que sientas su presencia junto a ti. 

Eso es el amor. 

Como la energía oscura, un misterio que llena el universo...

martes, 10 de marzo de 2015

Cavernícola


Hay que bajar a la caverna, porque allí se hallan las respuestas. Un retorno, en realidad, porque la propia vida comienza en una: de la humilde gota sumergida en el templo de Venus, la cueva primigenia donde se gesta un milagro al que ni la ciencia resta maravilla y asombro. Emergemos al mundo desde la oscuridad húmeda y edénica del vientre materno y la luz nos ciega, el ruido nos aturde, los sentidos estallan y lanzamos nuestro grito de auxilio, el llanto primero de la criatura arrojada a la existencia -y luego hablamos del libre albedrío, cuando nadie nos preguntó siquiera antes de encarnarnos. 

Durante años caminamos a tientas, aunque el mundo esté lleno de luz, porque el sol solo revela las superficies, si acaso una textura incierta. Hacemos las preguntas y obtenemos un eco burlón, que nos deja sumidos en más dudas que antes de preguntar. Utilizamos la mente como la herramienta definitiva, y ni siquiera sabemos cómo funciona. Palos de ciego, pasos en falso, funambulismo, certezas de quita y pon. Y el corazón como una brújula sin norte.

Así que al final solo queda el descenso a la caverna. Volver al origen, enfrentarnos a la muerte sensorial, al vacío, a la nada más oscura, esa boca negra y silenciosa que nos tragará sin remedio, o nos devolverá a la vida renacidos. Un rito chamánico y ancestral, que aunque cambie en la forma permanece en su esencia. Morir antes de morir, regresar al punto de partida para abandonar todo aquello que nos sobra y continuar el viaje solo con lo necesario. 

La caverna es alfa y omega, principio y fin del ciclo, pues allí también acabaremos nuestros días. Y tal vez -solo tal vez- algo nuevo comience. Podrás dar muchas vueltas, pero tarde o temprano te espera la caverna...