martes, 24 de marzo de 2015

El algoritmo del amor


El amor es como la energía oscura del universo: se sabe que existe, pero no en qué consiste. Es como la propia vida, indescifrable. Llevamos siglos tratando de definirlo, de delimitarlo, de comprender sus mecanismos, de explicarlo en términos asequibles al entendimiento. A sabiendas de que es imposible, claro. Sin embargo, algo nos impulsa a seguir investigando, empeñados en encontrar el algoritmo del amor. Vaya aquí un nuevo y, a priori, infructuoso intento.

La fase inicial, el enamoramiento, ha sido prolijamente estudiada desde infinitos puntos de vista. A mí me interesa particularmente porque es uno de los fenómenos que mejor ponen de manifiesto lo poco que conocemos nuestro propio funcionamiento -los entresijos de eso que llamamos ser humano. Si nos preguntan por qué nos hemos enamorado de tal o cual persona, exhibiremos un impresionante catálogo de falsedades en las que creemos profundamente: me enamoró su sonrisa, su alma, su forma de moverse; es inteligente, me hace reír, me comprende mejor que nadie, con una mirada basta, cuando estoy a su lado el tiempo se detiene...

Lo cierto es que en el proceso de enamoramiento se desencadenan una serie de fenómenos fascinantes a los que no tenemos acceso, y que tienen lugar sin nuestra intervención ni consentimiento. La química hace su parte, ingentes cantidades de información codificada en nuestro cerebro y de la que no somos conscientes envían todo tipo de señales, nos marcan una dirección. Miles de años de evolución activan mecanismos ancestrales. Y luego, cuando todo eso ha sucedido, lo traducimos torpemente en una serie de causas que nada tienen que ver con la realidad. Y cuando digo realidad me refiero a la otra, la que no somos capaces de identificar porque, precisamente, esa es una de las principales características del enamoramiento: que suspende la realidad objetiva, nos sumerge en una burbuja de la que ni podemos ni queremos salir.

Desgraciadamente, tarde o temprano la burbuja se pincha o se desinfla. Es una ley. A partir de ahí empieza lo interesante, porque enamorarse es fácil, pero amar no lo es. Te puedes enamorar de cualquiera, incluso si no sabes nada de esa persona, tan solo por indicios, por un gesto cazado al vuelo, por un aroma, por unas palabras que ni siquiera sabes si son sinceras. Pero el amor se construye, se cultiva, se edifica y se sustenta en otros cimientos. Amar es un trabajo, porque requiere alcanzar un equilibrio delicadísimo entre numerosos elementos. El amor es física y química, matemática y diplomacia, arte y ciencia, locura y responsabilidad. Es entregarse con generosidad y aceptar con gratitud. Es un viaje en compañía, y solo se puede recorrer ese camino de la mano del otro.

 El amor, para serlo, ha de estar vivo. Por eso es necesario alimentarlo constantemente: de lo contrario, morirá. Como un jardín, cuanto más y mejor lo cuides, más hermoso será.

Pero si lo que buscamos es el algoritmo del amor deberíamos saber en qué consiste, qué significa amar, cuál es la causa última que hace que una persona ame a otra. La afinidad de gustos y vivencias, o de puntos de vista, la forma de entender el mundo... Sería una primera aproximación razonable, sí, pero insuficiente. Podría definir una amistad, pero no necesariamente el amor. Tiene que haber algo más. Entendemos que existe una atracción física, cuyo origen no acabamos de conocer, lo cual explica que seas como seas, encontrarás a alguien que sienta esa atracción, y viceversa. Una cierta afinidad. La otra persona encaja en cierto patrón que se habrá ido formando desde que naciste, con elementos familiares, sociales y culturales. Y sin embargo, sumando todos estos factores, no obtenemos el resultado final, al menos no necesariamente. ¿Por qué? 

Obviamente, teníamos que llegar a este punto: no hay respuesta. No existe el algoritmo del amor. Te enamoras, y un buen día te das cuenta de que lo único que necesitas para ser feliz es estar al lado de esa persona. Simplemente eso, sin importar qué estés haciendo, dónde o en qué circunstancia, siempre que sientas su presencia junto a ti. 

Eso es el amor. 

Como la energía oscura, un misterio que llena el universo...

martes, 10 de marzo de 2015

Cavernícola


Hay que bajar a la caverna, porque allí se hallan las respuestas. Un retorno, en realidad, porque la propia vida comienza en una: de la humilde gota sumergida en el templo de Venus, la cueva primigenia donde se gesta un milagro al que ni la ciencia resta maravilla y asombro. Emergemos al mundo desde la oscuridad húmeda y edénica del vientre materno y la luz nos ciega, el ruido nos aturde, los sentidos estallan y lanzamos nuestro grito de auxilio, el llanto primero de la criatura arrojada a la existencia -y luego hablamos del libre albedrío, cuando nadie nos preguntó siquiera antes de encarnarnos. 

Durante años caminamos a tientas, aunque el mundo esté lleno de luz, porque el sol solo revela las superficies, si acaso una textura incierta. Hacemos las preguntas y obtenemos un eco burlón, que nos deja sumidos en más dudas que antes de preguntar. Utilizamos la mente como la herramienta definitiva, y ni siquiera sabemos cómo funciona. Palos de ciego, pasos en falso, funambulismo, certezas de quita y pon. Y el corazón como una brújula sin norte.

Así que al final solo queda el descenso a la caverna. Volver al origen, enfrentarnos a la muerte sensorial, al vacío, a la nada más oscura, esa boca negra y silenciosa que nos tragará sin remedio, o nos devolverá a la vida renacidos. Un rito chamánico y ancestral, que aunque cambie en la forma permanece en su esencia. Morir antes de morir, regresar al punto de partida para abandonar todo aquello que nos sobra y continuar el viaje solo con lo necesario. 

La caverna es alfa y omega, principio y fin del ciclo, pues allí también acabaremos nuestros días. Y tal vez -solo tal vez- algo nuevo comience. Podrás dar muchas vueltas, pero tarde o temprano te espera la caverna...